Alejandro Rodríguez, un niño de cinco años, dio una lección a todos cuando se interpuso entre su entrenador y el árbitro para que no discutieran
Estoy
planchando y empieza el partido entre el Oporto y el Málaga. Tarea cotidiana y
monótona donde las haya, pero entre que me encanta escuchar la radio y este
deporte, se me hace bastante más llevadera. Como dicen los psicólogos que hay
que diversificar las aficiones para ser más feliz, yo lo llevo a rajatabla y me
va bastante bien.
Pero desgraciadamente no van por aquí los tiros. Después de
leer la noticia de que un joven de diecisiete años ha perdido el bazo por las
patadas propinadas por un jugador diez años mayor que él, y que para agredirlo
había aprovechado que estaba en el suelo como consecuencia de un golpe
propinado por él mismo, he recordado el comportamiento de algunos padres con
los colegiados que arbitran el partido de sus niños.
Desde el comienzo, si
piensan que está perjudicando a sus “Messis” y “Cristianos”, pues en el fondo
en cada uno de ellos están viendo a su jugador favorito, no paran de
insultarlos. No estoy hablando de agresiones, ni mucho menos, pero son un mal
ejemplo para sus hijos. En alguna ocasión he optado por irme; escuchar
expresiones tan vulgares y tan fuertes por parte de las madres es, para mí,
insoportable.
Hay cuatro reglas para el comportamiento paterno, pero las más
importantes son que no griten ni critiquen a sus hijos mientras juegan. No
hacer comentarios despectivos del equipo contrario, otros padres o jueces. En
definitiva, de algo que nos hace felices, no hagamos también motivo de
frustración y agresividad.
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